Breve crónica de la caravana migrante desde la voz de las mujeres en el camino
Las mujeres que caminan
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12 de octubre de 2018, Honduras. Aproximadamente mil personas se organizan para salir caminando de su país, el destino final Estados Unidos. La esperanza la buscan en otro lado, en el norte de América.

Al llegar a Guatemala, los albergues se desbordan. Ya no son mil, son muchos más; tampoco son sólo de Honduras; gente de El Salvador y Guatemala se une a la travesía. La ciudad de Guatemala se convierte en la antesala de su largo camino.

El 19 de octubre llegan a  territorio mexicano. A su paso por  las carreteras que les llevaron ahí, pantalones, blusas, zapatos desgastados, quedan esparcidos,  como  el rastro que deja una serpiente al mudar de piel.

En Huixtla miles de migrantes centroamericanos pasarán la noche, es la segunda parada de la caravana desde que ingresaron a México, la primera fue Tapachula, ambos municipios del estado de Chiapas. Se convierte en el lugar en donde miles de migrantes pasarán la noche.

Lorena

Son las 7 de la noche, Lorena espera a que se haga más tarde y que los demás se acuesten para poder lavarse. “Es difícil bañarse en la calle cuando sos mujer”, explica.

Lorena es hondureña, tiene un hijo de 15 años y una hija de dos, su plan es entregarse en la frontera, le dijeron que si va con menores es más fácil, “dicen que te ayudan”. La  hija pequeña de Lorena es  rubia y tiene ojos celestes, “Ella parece de allá”, dice, “por eso creo que la mayoría de periodistas le toma fotos a la bebé”. Tiene  miedo, confiesa. Dejó a su pareja en Honduras y él no sabe que se unieron a la caravana. Huye de él porque la maltrata. Teme que las fotos de su  bebé rubia aparezcan en los medios en Honduras y él la reconozca.

—Bueno, si se da cuenta ya no importa, ya no estoy ahí.

Rosa

En Huixtla hace calor. Los migrantes deciden descansar y pasar una noche más en el decimo día de su recorrido. En el polideportivo se improvisa un albergue. Mantas tendidas en el suelo la hacen  de colchones; las mochilas se convierten en almohadas.

Rosa  es una mujer delgada con el pelo alborotado. Extrovertida. Está tendida en el suelo mientras sus hijos duermen a su costado. “Léame una parte, yo de ahí saco fuerzas, léame porque yo no sé leer”, sí, la Biblia. Después de leerle un versículo, Rosa tiene una sonrisa en el rostro. “Todos los días cambio de página, y aunque no sé leer siempre me siento mejor”.

“Estos no son mis únicos hijos, tengo cuatro más, dos mujeres y dos varones”, dice señalando con la boca a dos niños que duermen en el suelo de una cancha de futbol sobre una manta. Sus hijos mayores tienen veintiuno y veintidós años. Al primero de ellos lo tuvo a los trece años, aclara entre sonrisas.

Rosa no sabe cuántos años tiene su pareja, él tampoco. Ninguno de los dos sabe leer. A carcajadas dice que lo único que sabe es que parece él que nació en 1991. Escaparon de Honduras por las maras, la violencia. Rosa no quería tener más hijos, cuando se enteró de que estaba embarazada de su penúltimo hijo, decidió quitarse la vida.

—Yo ya estaba subida en el árbol, me iba a tirar. Pero en eso Dios me iluminó y me recordó una frase de la iglesia que dice “Esfuérzate y se valiente” Josué 1:9. Por eso es que ya no me maté y le puse a mi hijo Josué.

Las centroamericanas

La misión de la caravana es además de llegar a su destino, ganarle la carrera al sol. Se levanta a caminar de madrugada, cuando el clima aún está fresco. La primera parada es en un antiguo puesto de control a la salida de Huixtla. Detiene a buses y picops para que la gente suba. Las mujeres primero, si un hombre quiere subirse y puede caminar, lo bajan;  las mujeres con menores primero, insisten.

Algunas mujeres no logran subirse, o no quieren perderse de los hombres que las acompañan y deciden caminar, muchas con sus hijos e hijas atados a sus manos: se corrió el rumor que están robando niños.

En la caravana, ahora centroamericana, una mujer nicaragüense explica que en su país, la policía y los paramilitares buscan a su esposo y a su hijo, este último tiene 14 años y va con muletas, recibió un disparo en la pierna en una manifestación. Ella lo cuenta todo, tiene el cansancio en cada centímetro de su cuerpo, sus ojos son tristes. Cuida una carpeta con notas de prensa, documentos y todo lo que pueda servirle para pedir asilo. Ha pensado en lo necesario. El esposo casi no habla, parece que la dictadura le hubiera robado el habla, en cambio ella sabe lo que hay que hacer, sabe que en la caravana no van solos y que quizá sea la única opción para salir. Ya están fuera, pero aún no llegan.

La caravana sigue, avanza rápido, comienza a salir el sol, los buses, picops y camiones van cada vez más llenos. En el camino una patrulla de la policía federal mexicana está estacionada. Paran el tráfico y piden ayuda para subir migrantes y acercarlos a Mapastepec.  “Si ellos se van rápido, nosotros también, yo quisiera subirlos a la patrulla pero no me dejan”, explica uno de los oficiales.

Un grupo de personas se acerca a la patrulla, acompañan a una chica que sufre. Sufre y suda mucho, tiene dos pants puestos, un par de crocs muy desgastados y sus dos manos sobre el vientre. Está pálida. La menstruación no se detiene porque alguien migre, mucho menos los cólicos. El calor, la molestia, el dolor. Uno de los oficiales le da una pastilla, le indica cómo tomarla y le da más medicina para el viaje.  La chica camina encorvada, quizá con eso intenta aliviar el dolor.  Por suerte un microbus es detenido a la primera, ella sube.

Una mujer sufre fuertes cólicos mientras camina acompañada de la caravana migrante. Foto: Lucía Reinoso
Una mujer sufre fuertes cólicos mientras camina acompañada de la caravana migrante. Foto: Lucía Reinoso

Migrar es moverse, en este caso, moverse por carreteras, calles. Espacios públicos. La caravana completa no se conoce. Muchas mujeres se unieron a la caravana porque el riesgo es menor.  Cuando dicen riesgo, la palabra violación va implícita. Pero ahora puede ser diferente van acompañadas, por que son una masa. Quizá tengan razón, pero el acoso que sufren mientras caminan también es evidente. De vez en cuando se escuchan besos lanzados al aire, silbidos, piropos, en fin, acoso. Ellas siguen caminando.

Una mujer es acompañada por un grupo de jóvenes durante la caravana, ninguna mujer más la acompaña. Uno de ellos dice que ella es su novia. Foto: Lucía Reinoso.
Una mujer es acompañada por un grupo de jóvenes durante la caravana, ninguna mujer más la acompaña. Uno de ellos dice que ella es su novia. Foto: Lucía Reinoso.

Mapastepec es uno de los 118 municipios del estado de Chiapas, es el destino de la jornada después de Huixtla. La plaza del municipio recibe a la caravana con médicos, medicinas, duchas y techos para dormir. La alcaldesa  Karla Erika Valdenegro, tiene todo organizado a pesar de no tener ni un mes en la administración. Las colas para la atención médica son muy largas, repletas de madres cargando bebés, de madres de la mano de sus hijas e hijos.

En una esquina una mujer borda, es salvadoreña. Borda para pasar el tiempo, “Dulce amor” dice la manta que acompaña a varios girasoles y una paloma. Al preguntarle para quién es el bordado, levanta la mirada y  enseña su brazo, tiene tatuado el nombre Gabriela. Es para mi hija, responde.

Foto: Lucía Reinoso.
Foto: Lucía Reinoso.

Rosa, la mujer hondureña que viaja con sus dos hijos pequeños y su pareja reaparece. Uno de sus hijos está enfermo, pero dice que ya fue revisado por el doctor.  Rosa muestra con orgullo su nueva champa: plástico amarrado con dos lazos a una ventana. Señala a la champa de la par, dice que su vecino está enfermo, es un nicaragüense, que ya no puede más con el calor. Es el padre de familia que viene huyendo en de la dictadura de Ortega.

Rosa encontró un nuevo libro, le dijeron que era de Dios,

—He estado va de darle vueltas a las páginas y ahora me vienen a dejar un nuevo carruaje para mis hijos, hay que tener fe.

Rosa y sus dos hijos en Mapastepec - Foto: Lucía Reinoso
Rosa y sus dos hijos en Mapastepec – Foto: Lucía Reinoso

Rosa tiene mucho ánimo, dice que al llegar a Estados Unidos va a tener que aprender a hablar inglés, pero primero tiene que aprender a leer y a escribir.

El martes 30 de octubre Rosa envío un mensaje por Whatsapp, con una foto de un letrero indicando que estaban en Juchitán, Oaxaca. Diecisiete días después llegaron a Ciudad de México.

Un mensaje de voz enviado por error avisó que Rosa y su pareja Walter ya estaban junto a sus dos hijos del lado de Estados Unidos. El mensaje era para su hija, lo envió desde San Diego. El primero de enero de 2019 lograron cruzar. Su destino final: Miami. Desde allí, ha de sonar lejos decir Honduras.

 

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